Que regresen nuestros soldados.
En estos tiempos que corren, donde el humo de la pólvora deja ciegos a los pueblos, es difícil ser poeta, difícil no irse detrás de la enseña al ritmo del tambor, difícil no ser uno de los que echa la cuerda sobre la rama del olivo al que no le quedan hojas que la tórtola arranque en señal de paz.
Cuando decidieron salvar a los ciudadanos de aquel país, la nación hermana llevaba un millón de muertos a manos de los salvadores.
Cuando entregaron el manual de la buena invasión, ya se habían repartido el botín de guerra, el oro negro.
Cuando los votantes se pusieron en contra de la paz, los misiles no caían sobre sus casas.
Cuando los mercenarios eran contratados por los aliados, los llamaban soldados de fortuna. Cuando los contrataba el adversario, los llamaban asesinos a sueldo.
Cuando el presidente y sus ministras informaban de la evolución de la campaña, las madres lloraban a los hijos y los hijos a las madres en la morgue de la realidad.
Cuando todo era destrucción, las bombas de los oleoductos seguían funcionado.
Cuando los hooligan de la parca mandaban a sus superbombarderos sobre ciudades llenas de vida, en los estadios de fútbol se celebraban los goles de las estrellas.
Cuando tres parlamentarios en medio de cientos votaban en contra de la guerra, no hacían el ridículo, horadaban el muro para que un rayo de luz y paz entrara en el hemiciclo.
Cuando el periodista le preguntó al general sobre la posibilidad del coronel (enemigo) de alcanzar territorio nacional, el uniformado respondió: "imposible, las armas se las hemos vendido nosotros".
Cuando los señores de la guerra, los nuestros, los de Occidente, le prendieron fuego al Mediterráneo, no calcularon hasta dónde llegarían las llamas. ¿O sí?
Y yo, que sólo soy un hombre que pasea junto al Gran Río, que quiere estar en paz con Dios (aunque sea el de los ateos) y con los hombres, exijo a mi gobierno el regreso de nuestras tropas.
Marcos González Sedano
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