Mi amada clase obrera
En el hilo musical sonaba un tema de aquel mítico disco de La Unión en homenaje a Boris Vian, Mil Siluetas: "La densa atmósfera cayó en jirones con la nueva luz del amanecer. Ahuyentando el día el absurdo terror".
Un papel timbrado y un bolígrafo de diseño me invitaban a intentar responder a la pregunta que mi amigo Pepe y Fede me habían dejado sobre la mesa. Demasiada responsabilidad para alguien que no es un teórico, sino en todo caso solo un testigo de quinta fila. Y desde esa posición reflexiono.
Mi querida clase obrera, ¿dónde estás, que mis amigos te llaman y tú no acudes? ¿Acaso no te gustan las voces de la calle? ¿Es posible que alguien te tenga cautiva? ¿No has sido tú parte, desde tu nacimiento, de cada uno de los entierros o partos convulsivos de este planeta? ¿No engrosaste tú las filas del fascismo que vistió de luto a esta vieja Europa? ¿Y no fuiste tú quien lo paró con el Ejercito Rojo en aquella patria querida de Maiakovski, Gorki, Dostoievski, Esenin...? ¿Y acaso no eres tú la que prepara nuestro pan, construye nuestras ciudades, ara los campos y pesca el pez nuestro de cada día? Y sin embargo, yo también me pregunto: "¿Dónde está la vieja clase obrera que no se la ve en las plazas?"
La clase obrera aquí, en Europa Occidental, fue abandonada a su suerte el mismo día que se firmo la Paz de Yalta y en el mundo se empezaron a construir dos bloques. Los partidos de la izquierda que asumieron esa división se dotaron de una estrategia, la vía pacifica al Socialismo (un eufemismo más), y asignaron a los trabajadores la insustituible tarea histórica de pegar carteles y pagar cuotas. Decían que otro camino no era posible.
La clase obrera ha sido atomizada como tal, como clase. Han utilizado sus propias energías para combatirla. Ha sido machacada en un mortero de piedra, sacando de ella tantos colores y matices que la pintora Inmaculada Salinas podría pintar un millón de laberintos de sus ratas sin utilizar dos veces el mismo color. Y sin embargo sigue siendo una clase en sí, no tengan ustedes ninguna duda. Ni la Historia ha muerto ni la clase obrera ha desaparecido, como nos querían hacer creer. Hoy, en su diversidad, es más amplia que ayer.
Y si alguien me preguntara el por qué los vecinos de un barrio obrero no acude a parar el desahucio de un miembro de su comunidad, cuando hace poco por menos de eso llovían desde los balcones macetas, lavadoras y frigoríficos, solo se me ocurriría decirle que porque les han vaciado de contenido, les han robado sus señas de identidad, su naturaleza, les han hecho cómplices a cambio del consumo, dándoles la ilusión de llegar a ser clase media. Y a la primera de cambio, la élite los ha mandado a la indigencia, un escalón por debajo del que estaban mientras a la clase media la están llevando a la acera de la calle con el beneplácito de sus tutores que, desde los pulpitos de los parlamentos, justifican la rapiña que vivimos con base en las necesidades de los Dioses del Mercado, que no son otras más que las de los consejos de administración de las multinacionales y los grupos de inversiones.
Mi amada clase obrera, las calles están llenas de ciudadanos, pero tu lugar está vacío. Es imposible avanzar sin ti hacia posiciones profundamente democráticas. Nadie puede salvarte de tus cadenas salvo tú misma, pero eso es imposible si no te dotas de un proyecto propio que puedas compartir con los demás. La tarea es difícil, y lo único que te ofrecen estos ladrones de guante blanco es que cambies de verdugo.
Mientras escribo esta carta, en la planta de abajo, en el restaurante, los obreros alemanes en desuso toman vino tinto y cerveza. Y a través del hilo musical salen las notas de aquél mítico disco de la Unión: "Últimas retoques en el Metrosol. Últimas caladas agotando el tiempo. Miradas vuelan en el corredor... Todos los gatos son pardos en la oscuridad. Mujeres bailan tangos, en las calles"
Marcos González Sedano.
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